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Perú. 29 años de un genocidio

Publicado: 2015-06-27

Por Gustavo Espinoza M. (*)

Es claro que Alan García afronta en el Perú problemas de credibilidad. Presidió, entre 1985 y 1990 un gobierno que no solamente fue el símbolo de la corrupción en su tiempo, sino que, además, ejemplificó la barbarie. Esto, hay que tomarlo en cuenta considerando no sólo el conjunto de hechos atroces que se consumaron bajo su gestión, sino también el más reciente recuerdo del genocidio de los Penales, ocurrido entre el 18 y el 19 de junio de 1986, es decir, hace 29 años. Estamos ante un aniversario de sangre en la conciencia, y el recuerdo, de millones de peruanos.

Los responsables de este hecho horrendo, que dejara como estela alrededor de 300 muertos, arguyeron siempre que esa fue la “respuesta del Estado” ante un motín carcelario. No obstante, la verdad se abrió paso pronto, y demostró que esa acción fue un operativo de exterminio de personas, muchas de las cuales eran inocente, y que habían sido privadas de su libertad por la perfidia del régimen y la despiadada iniquidad de la legislación antiterrorista entonces vigente.

Evoquemos brevemente los hechos: el 18 de junio de 1986, en las primeras horas de la mañana, un grupo presos confinados en la Colonia Penal de El Frontón -el Centro Penitenciario San Juan Bautista-, expresó su protesta por las condiciones inhumanas a las que se hallaban sometidos. Como un modo de fortalecer su reclamo, tomó de rehén a un trabajador del Instituto Nacional Penitenciario -el que se hallaba más cerca de ellos- y demandó atención a sus exigencias.

En consonancia con este hecho que afectó a casi 200 personas, en el “Pabellón Industrial” del Centro de Reclusión de Lurigancho -el CRAS de San Pedro- 124 detenidos iniciaron una demanda similar; y en el Centro Penitenciario de Mujeres del Callao -“Santa Bárbara”- sucedió algo similar que, sin embargo, no alcanzó significativas dimensiones.

La preocupación del gobierno se circunscribió, entonces, a los sucesos ocurridos en El Frontón y Lurigancho, que fueron inmediatamente declarados “Zona Militar Restringida”, para evitar la presencia de periodistas, abogados, familiares de los reos, y aún parlamentarios.

En esas horas dramáticas, varios diputados de Izquierda Unida y no pocos periodistas, buscamos inútilmente acceso al CRAS pero fue imposible: Unidades Militares bloquearon todas las vías. Hacia El Frontón, la cosa fue aún más difícil: era una isla, a la que solo era posible acceder por vía marítima.

En el caso del Lurigancho la autoridad fue adjudicada a destacamentos especiales de la Guardia Republicana al mando del Coronel Rolando Cabezas. Ante la presencia intimidatoria de sus efectivos, los encarcelados simplemente se “rindieron”. Bien pudo allí terminar el hecho, y ser considerado como un episodio anecdótico en la vida del centro penitenciario.

Esa no era la voluntad de los representantes del Estado imbuidos de Poder. Hicieron salir uno por uno a los 124 reclusos rendidos, los hincaron de rodillas ante la tierra colindante con el Pabellón atacado y, a cada uno de ellos, le dispararon un balazo en la nuca. Nadie alcanzó a sobrevivir.

En la Isla-Penal de El Frontón, la cosa adquirió otros ribetes. La Marina de Guerra tuvo a su cargo los operativos, y procedió a bombardear el “Pabellón Azul”, que era el dormitorio en el que vivían los presidiarios. Decenas murieron, aplastados por el derrumbe de las paredes del local bombardeado. Otros, fueron saliendo en procura de salvar sus vidas, pero fueron asesinados. Hubo un pequeño contingente que sobrevivió al ataque, pero aún éste, fue aniquilado. Después, y pasados los años, se supo de uno o dos, que se salvaron en esa circunstancia y pudieron narrar -en medio de un trauma horrendo- algunos de los hechos allí ocurridos. Entre las víctimas de esta tragedia, estuvo el cabo Soldevilla Herrera, pero éste no murió en manos de los sublevados, sino quedó aplastado por las paredes del Pabellón demolido por los atacantes.

El entonces Vice Ministro del Interior Agustín Mantilla, y el vicealmirante Giampietri, estuvieron al mando de las acciones y, al ejecutarlas, se comunicaron por radio con el Presidente García. Todas las acciones, fueron de ese modo, concertadas.

Desde un inicio, los representantes del gobierno buscaron justificar los hechos. El titular de Justicia, Luis González Posada -denunciado después como agente de la Central de Inteligencia de los Estados Unidos- defendió lo actuado en el Congreso de la Repùblica argumentando que “no cabía otra opción” que el uso de las armas para “restituir el orden” en los centros penitenciarios.

El Presidente García fue más hábil. Para evitar que le enrostraran los sucesos de El Frontón, pasó a la ofensiva y denunció como “un crimen de Estado” lo ocurridos en el CRAS de Lurigancho. “O se van ellos, o me voy yo”, dijo en un gesto melodramático que impresionó a algunas gentes. Nada ocurrió, por cierto. Ni se fue él, ni dejaron sus funciones los jefes de las entidades participantes. Finalmente, como suele suceder, la cadena se rompió por el eslabón más débil. Rolando Cabezas resultó una suerte de “chivo expiatorio” y fue condenado -en un proceso reservado y virtualmente secreto- a algunos años de prisión que cumplió en un centro de reclusión exclusivo. Luego salió en libertad y “se perdió” sin que nadie indagara por él.

Cuando el tema fue debatido en la Cámara de Diputados ante la interpelación que pudo plantearse la mayoría parlamentaria aprista no atinó siquiera a explicar la naturaleza de los hechos. En el extremo de la impudicia apenas si sostuvo que los 124 asesinados en Lurigancho habían sido “ejecutados” porque eran gentes de “extrema peligrosidad”.

El caso de los Penales dio varias vueltas en los tribunales de la República, pero nunca se logró ventilar como correspondía. Y es que de por medio estaba no sólo la responsabilidad del entonces Jefe del Estado, sino también la culpabilidad de las instituciones castrenses, consideradas una suerte de “Templo” de virtudes cívicas.

Ese mismo criterio impera hoy, cuando se plantea otro hecho siniestro: el Operativo Chavín de Huántar, ocurrido el 22 de abril de 1997, con motivo de la recaptura de la residencia nipona tomada en ese entonces por un Comando del MRTA.

En esa circunstancia, -hace 18 años- 140 comandos del ejército, vigorosamente adiestrados y premunidos de armamento altamente sofisticado; sorprendieron y aniquilaron a 14 activistas de la organización liderada por Víctor Polay Campos.

La propaganda oficial ha remachado el hecho afirmando que fue una “acción heroica”, aunque no ha podido negar que en ella se consumaron “algunos excesos”. Los captores de la residencia -por lo menos seis de ellos- se habían rendido sin prestar resistencia. Se ha callado, por cierto, el hecho que entre los integrantes del comando emerretista muertos en esa circunstancia, estaban dos mujeres, una de ellas en avanzado estado de gestación; y otros, que ya se habían rendido.

Como la justicia en nuestro tiempo no se limita a las estrechas paredes nacionales sino que está interconectada y relacionada, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ha visto el tema y deberá resolver en las próximas semanas. Todo indica que habrá de fallar en contra del Estado Peruano. La Corte, seguramente, admitirá la queja presentada contra el Estado -gobierno Fujimori- por violación de los derechos humanos. Pero eso, que ocurrirá en el marco del tema de la residencia del embajador japonés en Lima, debiera suceder, con mucha mayor razón, también en el caso de los Penales. No es, en definitiva, un “caso cerrado”

García no podrá librarse del cargo de Genocidio, que fluye de este acontecimiento trágico en la vida peruana porque se trata de un caso imprescriptible, del mismo modo que el Estado Peruano tendrá que responder -tarde o temprano- por todos los crímenes de los que son realmente responsables Alan García y Alberto Fujimori. (fin)

(*) Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera / http://nuestrabandera.lamula.pe


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