UN PROLETARIO COMO OTRO CUALQUIERA
Por Jorge Rendón Vásquez
Hace algunos meses asistí a una conferencia a cargo de un periodista responsable de la página cultural de un importante diario de la Capital que en sus años universitarios había sido un aplicado alumno de Literatura y se había distinguido también como un francotirador de la crítica, parapetado en un intersticio del reducto ocupado por algún grupo llamado de izquierda. No lo había hecho mal entonces y, en verdad, prometía.
Hasta que, para ganarse la vida, logró colocarse en ese diario en el que su talento se vio confrontado en seguida ante la muda alternativa de escribir lo que se le mandaba o largarse. Tenía esposa, un hijo y otro en gestación. Lo pensó bien y decidió. Se quedaría.
Y allí estaba ahora, tras veinticinco años de trabajo ininterrumpido en el diario, delante de unos cuarenta asistentes, en un vetusto inmueble, cuyo patio había sido habilitado como sala de conferencias, a punto de empezar la suya. De talla más bien corta y cuerpo delgado, su cabello denso y renegrido encerraba una frente pequeña, y sus ojos negros, sin anteojos, exhibían una mirada ya opaca y algo huidiza.
Luego de generalidades sobre las tendencias contemporáneas de la literatura y la crítica, que le consumieron unos treinta minutos y precipitaron en la somnolencia a algunos, entró en lo que todos querían escuchar y por lo que estaban allí, y abrieron bien los ojos y los oídos.
Lamentablemente, añadió, el diario se hallaba constreñido a respetar ciertas preferencias, y se perdió otra vez en lugares comunes sobre la profesión del periodista. A estas alturas, la audiencia lo perforaba con la mirada, y no se perdía una sílaba de lo que decía. Se quejó, finalmente, de
que la sección de Literatura hubiese sido engullida por otra de más extenso contenido, llamada por el Director del diario De entretenimiento, de la que formaba parte la anterior sección de deportes, dedicada casi por completo al fútbol. Y allí terminó su exposición.
Hubo algunos aplausos de compromiso a los que se sobrepuso un murmullo in crescendo. Entonces me di cuenta de que la mayor parte de esos cuarenta asistentes conocía al expositor de otros tiempos, cenáculos e ilusiones compartidas, y que tal vez habían estado esperando esa ocasión para juzgarlo, como un gran jurado.
Comenzó el ataque un antiguo condiscípulo del conferencista, en apariencia de su edad y vestido, como él, con camisa, preguntándole sin ambages si alguna vez había podido escribir lo que él real y sinceramente se proponía. El expositor le respondió, con cierta vacilación, que el diario tenía por finalidad informar y que, dentro de ciertos parámetros fijados por la Dirección, sí podía hacerlo. Su oponente replicó interrogando cómo explicaba la basura publicitaria de libros y revistas anodinos y las magnificadas noticias de literatos y artistas de pacotilla que llenaban las páginas de su sección. Nueva vacilación del interpelado, hasta que dijo:
—Eso viene ya hecho. Es publicidad y pagan por ella.
Se levantó otro asistente, algo grueso, de cabello largo cubierto con un bonete, y, defendiendo del expositor, manifestó:
—Los diarios tienen que darle a la gente lo que ella quiere, para no perder clientes y “rating”. A la mayoría no le agradó esta intervención y lo hizo saber con apagados abucheos.
—No diga tonterías —contraatacó uno de los disconformes—. Es al revés. A los diarios les pagan para intoxicar, embrutecer y manipular a la gente.
Y , con su persistencia, terminan por volverla adicta.
El expositor guardó silencio.
—Recuerdo que usted era un hombre de izquierda en la Universidad —intervino otro asistente de pelo hirsuto y palidez enfermiza— ¿Sigue siéndolo?
—Sí, pero sólo para mí —repuso el conferencista.
—¿Cómo? ¿Y lo que hace en el diario no tiene nada que ver con su tendencia ideológica?
—¡No! —el conferencista se alzó de hombros—. En el diario, yo trabajo, como lo haría en cualquier otra parte. Creo que usted haría lo mismo.
—¿Yo? Yo no me vendería jamás.
—¿En qué trabaja usted?
—Soy maestro.
—¿Y puede usted enseñar lo que quiera?
—No, pero lo que yo hago es distinto de lo que usted hace.
—¿En qué está la diferencia, podría decirme? —murmuró el conferencista. Pero no obtuvo respuesta.
Otro asistente, de anteojos, frente amplia y desenvoltura de intelectual complacido en mirar a los demás desde sus alturas, pidió la palabra:
—Un vez fui a buscarte para entregarte un libro de poemas que acababa de publicar, atenido a que nos conocemos desde que militábamos juntos en la Universidad. No me recibiste. Salió tu secretaria y me dijo que estabas muy ocupado y que, si lo deseaba, dejase el libro. No lo dejé, por supuesto. ¿Haces lo mismo con todos?
—En realidad, siempre estoy ocupado, y no puedo recibir personalmente a todos los que vienen a buscarme.
—A mí no pudiste hacérmela igual —se levantó otro asistente, un hombre de cabello cano, delgado, nariz encorvada y anteojos—. El portero del diario había salido y una empleada, que seguramente no estaba enterada de tu prohibición, me hizo pasar a tu oficina. Me hiciste dejar mi libro y me ofreciste publicar una nota. Nunca lo hiciste. Una semana después vi mi libro en un puesto del jirón Amazonas.
—Recibo todos los días muchos libros de personas que me los envían o me los entregan. Pero el diario no tiene espacio para ocuparse de todos ellos.
—Ni lo digas —le contestó el otro, algo gordo y con un largo bigote—. Espacio tienen, sino cómo explicas la publicación en páginas enteras de noticias y fotografías de escritores y faranduleros, que no valen ni un céntimo, que, todos saben, seleccionas y sobre los que escribes. Lo único claro de lo que vienes diciendo es que sin periodistas como tú los diarios no existirían.
El interpelado escuchó la agresiva imprecación sin ofuscarse, con la mirada ensombrecida por la tristeza y la indiferencia.
—Soy un proletario de la pluma o, diré mejor, de la computadora, como otro cualquiera —replicó, acompañando su estoicismo con una forzada sonrisa.
Todo el mundo comprendió que no había más de qué hablar. No hubo aplausos de despedida. Se levantaron y comenzaron a abandonar la sala.
En los semblantes de numerosos asistentes se advertía su fastidio. Habían esperado quizás tirar al suelo a su antiguo camarada y despedazarlo.
Pero él se había protegido, colocándose de espaldas contra las cuerdas y cubriéndose de los golpes como pudo. Me fue difícil colegir por qué había aceptado exponerse a ese trato, disertando sobre un tema tan comprometedor para él, y no excluí la posibilidad de que un juguetón demonio masoquista le hubiera jugado una mala pasada. Lo vieron despedirse de los organizadores del acto y encaminarse hacia la puerta. No tenía automóvil. Avanzó hacia la izquierda por el jirón casi desierto a esa hora, y desapareció en la oscuridad de la noche.
(26/3/2013)