EL CONGRESO QUE TENEMOS Y EL BONO DE REPRESENTACION
Por Jorge Rendón Vásquez
Como sucedió en Cajamarca con el caso Conga, una manifestación popular en Arequipa obligó, rapidito, a los dirigentes de los grupos de congresistas a dejar en suspenso el aumento del bono de representación que se habían atribuido días antes, elevándolo de 7.617 soles a 15,234. Lo disfrazaron como una suma destinada a vincularse con sus electores. Ninguna duda cabía, sin embargo, de que era un aumento de sueldo, por su naturaleza de libre disposición, del cual no hubieran estado obligados a rendir cuentas documentadas, como sucede con los gastos de otros funcionarios por comisiones de servicio.
Es pertinente recordar aquí que los funcionarios del Estado no han sido colocados en sus puestos, por elección o nombramiento, para disponer a su gusto de los recursos del Estado. Su situación es semejante a la de cualquier otro empleado a quien se le encarga la administración de una empresa o de otra entidad de cuyos caudales no pueden disponer en beneficio propio o de terceros. Si lo hicieran cometerían una falta grave justificatoria del despido, además de un delito.
¿Hay normas constitucionales que facultan a los congresistas a subirse el sueldo a voluntad, cualquiera que sea la denominación de sus conceptos?
No las hay.
Las normas de la Constitución deben aplicarse restrictivamente a partir de su interpretación literal. Por ser el Estado —y cada uno de sus órganos— una creación del pueblo, su poder debe ejercerse ciñéndose a la letra de la Constitución y la ley. “El poder del Estado emana del pueblo. Quienes lo ejercen lo hacen con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes imponen.” (art. 45º). ¡Terminante! ¿No?
Entre las atribuciones de los congresistas no figura la de fijarse el sueldo y otros conceptos (art. 102º).
Como sucede con los demás funcionarios y empleados y obreros de las entidades estatales, excepto los de las empresas del Estado, las remuneraciones de los congresistas son egresos que deben tramitarse y aprobarse con el presupuesto del sector público, cuya “programación y ejecución responden a los criterios de eficiencia de necesidades sociales básicas y de descentralización” (Const., art. 77º).
Es cierto que el Congreso “sanciona su presupuesto” (Const., art. 94º) y que puede aumentar “gastos públicos en lo que se refiere a su presupuesto” (Const., art. 77º). Pero también lo es que no puede hacerlo cuando se le antoje, sino cuando se procesa la ley del presupuesto público (Const. arts. 79º al 80º) y sujetándose al art. 39º de la Constitución: “Todos los funcionarios y trabajadores públicos están al servicio de la Nación. El Presidente de la República tiene la más alta jerarquía en el servicio a la Nación y, en ese orden, los representantes al Congreso, ministros de Estado, miembros del Tribunal Constitucional y del Consejo de la Magistratura, los magistrados supremos, el Fiscal de la Nación y el Defensor del Pueblo, en igual categoría; y los representantes de organismos descentralizados y alcaldes, de acuerdo a ley.”, norma que conduce a una ley de remuneraciones de los trabajadores del “Gobierno Central e instancias descentralizadas” (Const., art. 77º).
Pese a la exigüidad de las reglas constitucionales en cuanto al control de la conducta funcional de los funcionarios del Estado y a las sanciones que deberían merecer si transgredieran la legalidad, la sindéresis y la probidad (ya no digamos la moral, un valor encerrado en el desván más oscuro de la conciencia política), las citadas normas alcanzan para concluir que el aumento que se confirieron, bajo la cobertura de “bono o asignación de representación” carece de fundamentación constitucional.
Si lo que los congresistas desean es continuar su campaña política entre los electores, el dinero para financiarla tendría que salir de su peculio, y no de las arcas fiscales.
La Constitución ha depositado sobre la Contraloría General de la República la supervisión “de la legalidad de la ejecución del presupuesto del Estado” (art. 82º) y sobre el Ministerio Público “promover de oficio, o a petición de parte, la acción judicial en defensa de la legalidad y de los intereses públicos tutelados por el derecho” (art. 159º). Pero, en este caso, los titulares de ambas entidades observaron un silencio de estatuas decorativas, de convidados de piedra, como en el drama de Tirso de Molina. En cambio, el Fiscal de la Nación no ha cesado ni un instante de figurar en la prensa del poder mediático con estruendosos do de pecho proferidos contra un grupo ahora irrelevante, magnificado exprofesamente en su importancia, para repercutir entre los ciudadanos disconformes con la actual conducción del país: te amenazo Juan para que te asustes Pedro.
Inermes, las mayorías sociales tienen que tratar de defenderse solas. Y eso es lo que han hecho, saliendo a la calle en manifestaciones y con otras expresiones de descontento. El resultado: los portavoces de los partidos políticos en el Congreso tuvieron que “suspender” el aumento (¿hasta cuando?).
Hay congresistas que han rehusado consentirlo. Se diría, como en el poema de César Vallejo Los heraldos negros: “Son pocos, pero son.” No llegan, sin embargo, a arrancar al Congreso actual de su irremediable promedio de chatura, insensibilidad social y ausencia de eficacia, confirmado con el aumento de marras y con el goce de gastos de representación por sus miembros prestados para ser investidos como ministros. Nunca será redundante recordar que los congresistas no han sido ungidos como tales (muchos, gracias a su inversión en la campaña electoral, hay que decirlo) para mandonear a la ciudadanía y servirse de los recursos públicos en beneficio personal, sino, al contrario, el pueblo los ha escogido como sus delegados invistiéndolos de ciertas funciones para la ejecución de determinados servicios públicos.
(9/1/2013)